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jueves, 28 de julio de 2011

Fe o Presuncion

El primer ejemplo de presunción es uno de los más tristes de las Escrituras. Dos hijos de Aarón y sobrinos de Moisés, Nadab y Abiú, habían sido escogidos como sacerdotes. Habían tenido el privilegio de estar en el monte Sinaí cuando Dios ratificó el pacto con Israel (Éxodo 24:1). Se les enseñó la tarea que debían hacer en el santuario.
Aarón y sus hijos habían sido consagrados al sacerdocio por el ungimiento con aceite y los sacrificios de sangre. Aarón había ben­decido al pueblo de Israel. La gloria de Dios había aparecido cuan­do el fuego consumió el sacrificio. Llenos de temor reverente por esta evidencia de la gloria de Dios, alabaron a Dios y se postraron ante su magnifícente presencia. Los elevados privilegios conllevan elevadas responsabilidades. Estos hombres habían sido bien ins­truidos; conocían las reglas. Pero, presumieron al pensar que sus al­tos privilegios les permitían tener ciertas libertades. El registro per­mite entrever que bebieron demasiado de una bebida embriagante, que limitó su capacidad para tomar decisiones correctas (Levítico 10:8-11). Por ello, en vez de usar el fuego del altar del holocausto para sus incensarios, como Dios había ordenado, pensaron que el fuego común sería lo mismo. La Escritura dice, sencillamente: "Y salió fuego de delante de Jehová y los quemó, y murieron delante de Jehová" (versículo 2).
¡Qué tragedia! Dios, ¿fue demasiado severo? ¿Qué hubiera su­cedido si pasaba por alto este incidente? Dios es demasiado santo y justo como para permitir que los seres humanos ignoren sus ins­trucciones específicas. Su pueblo tiene que aprender que la presun­ción es un pecado terrible; que quienes dirigen la adoración deben evitarla especialmente.
Algunos alegarán que Dios fue demasiado severo, que debería haberles dado otra oportunidad a estos hombres. Pero Dios había especificado a Moisés y a los líderes que todo lo que estaba relacio­nado con el servicio de Dios debía ser efectuado de acuerdo con el modelo que se les había otorgado. Nada había de hacerse de una manera descuidada o caprichosa. Noten el mensaje que el Señor envió, por medio de Moisés, a Aarón después del incidente: "En los que a mí se acercan me santificaré, y en presencia de todo el pueblo seré glorificado" (versículo 3).
Dios mismo había encendido el fuego del altar del holocausto, y no debía haber sustitutos. El fuego representa el Espíritu Santo. El enemigo se deleita en remplazar al Espíritu de Dios en los cora­zones humanos con su propio espíritu rebelde. Es peligroso pensar que podemos crear nuestro propio poder de adorar cuando Dios ha dado instrucciones específicas de que solo puede aceptar una adoración que sea inspirada por su Espíritu Santo y consistente con él. Dios quería enseñar a Israel que debían acercarse a él con reve­rencia y temor respetuoso. El profeta Isaías más tarde dijo: "¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz!" (Isaías 5:20).
No obstante, hay un movimiento religioso popular que acep­ta como apropiado para la adoración cualquier cosa que apele al corazón carnal. Esta idea se basa en la suposición de que no hay diferencia entre lo secular y lo sagrado, entre lo profano y lo santo.
Nuestro maravilloso y santo Dios merece nuestro honor, nues­tra reverencia, y nuestra devoción a fin de adorarlo a él, que es dig­no de lo mejor que tenemos.

 
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